lunes, 7 de febrero de 2011

COMPARTIR, INTERCAMBIAR, USURPAR



Tengo una amiga que escribe tan bien que no consigo entender por qué tiene tantas dificultades para permitir a los demás que lean lo que hace. Y sé que escribe tan bien porque expresa en palabras lo inexpresable como no he podido leer jamás en la obra de ningún autor conocido, le sale del alma, se desnuda y no está dispuesta a que cualquiera participe de su necesidad de imprimir su ser en un papel. No quiere compartirlo. Me cuesta entenderlo porque no me ocurre lo mismo. Es fácil llegar a pensar que no soy desconsiderado si adjunto, o copio y pego, uno de esos textos mágicos que me envía por internet. Al fin y al cabo lo hago por ella, para que difunda su obra, porque estoy seguro de que recibirá elogios y satisfacción. Pero ella no quiere, no quiere compartir, no quiere que cualquiera participe de su obra. No tiene por qué querer, y yo no tengo por qué permitirme a mí misma el lujo de decidir por ella. Llega un momento que no basta con ser considerado, con no hacer a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, hay un momento en que uno debe saber que, lo entiendas o no, tú no decides por los demás y que no tiene disculpa hacerlo. Nadie se lo merece, y perdonarse ser causante del sufrimiento ajeno impunemente sólo se explica desde la prepotencia.



Reparando en la cuestión, supe que mi amiga no es la única que siente este desprendimiento insoportable de su obra, en mayor o menor medida le pasa a todo creador y se supera sólo gracias a la intervención de un interlocutor. Es el receptor el que tiene la capacidad de terminar el trabajo, recibe aquello y lo completa. Es un ejercicio de intercambio, se toma y se sustituye por algo, se establece una reciprocidad. Lo hizo Velázquez al pintar a Calabacillas, ese retrato de un enano que se suele exponer a la izquierda de Las Meninas. El cuadro está borroso, sin definir con exactitud los perfiles, como sin terminar. Es el retrato de un miope, de un enano miope al que el pintor presenta tal y como te vería él a ti, sin claridad. Velázquez se arriesga aquí a ser juzgado como un mal pintor, pero se arriesga ante la posibilidad de establecer un diálogo con el espectador, que quien contemple el cuadro lo complete con su mirada. Velázquez aquí se desprende de su ser y hasta de su oficio ante la posibilidad del intercambio.



En realidad va con el oficio, dedicarse profesionalmente a la cultura implica este desprendimiento. Todos lo que lo hacemos sabemos que en realidad es un trabajo para inversores a fondo perdido, que la única posibilidad real de retribución es en forma de legado y que la posibilidad de que se satisfaga esta retribución es remota. Por eso es tan difícil robarnos, porque no tenemos nada. Sin embargo constantemente corremos el peligro de ser usurpados, de ser desprendidos de la posibilidad de dignificar nuestro oficio y de que se paralice la rueda de la producción. Y eso es algo que no podemos consentir porque el nuestro es un trabajo en equipo, es para los productores y para los receptores, para los que ahora estamos aquí y para aquellos de los que somos depositarios, todos inversores. Y porque somos absolutamente necesarios, nosotros lo sabemos.



Nuestro trabajo surge de la necesidad de generar riqueza. Riqueza comunitaria, social y política. Es la necesidad de contar historias, la de conservar la tradición, la de preservar las recetas, la de perfeccionar las fórmulas constructivas, la de afinar en la técnica expresiva. La de reconciliación tras los conflictos y la de reflexión preventiva, tan utópica siempre. Hacer cultura es un trabajo. Y no es un trabajo que ocupe sólo a los autores o a los productores, editores o gestores. Los que hemos decidido dedicarnos profesionalmente a la cultura somos más, con nosotros también hay becarios y técnicos, muchos camareros y meritorios, asistentes y secundarios, pinches y aparejadores, restauradores y coro. Algunos que trabajamos de encargo y otros que sobrevivimos para poder hacernos encargos a nosotros mismos, también hay algún rentista. Y tiburones que explotan el trabajo ajeno, eso no se puede negar. Pero todos luchamos por ganarnos el hueco de la libertad creativa, porque el arte no es sólo el de los genios.



Y esto sí lo trajo la democracia. Incluso puede que aquí haya mucho que agradecerle al capitalismo, al mercado. Es cierto que lo contrario era el mecenazgo y aquello limitaba las posibilidades a los muy elegidos. No creo que la cultura se pueda permitir tal retroceso. El interlocutor ya está acostumbrado a formar parte y el productor no podría prescindir a estas alturas de su participación. Se ve en el teatro, en cada representación el pulso de lo sagrado vibra si los actores, los técnicos y el público conducen a favor. Qué otro motivo podría haber llevado a Ferrán Adriá a sustituir El Bulli por un bar de tapas. Y veo imposible que el debate público pudiera producirse ya sin los foros de internet.



Sin embargo todo esto corre peligro. Y es un peligro real. Incluso puede que ni el desarrollo de la tecnología precisa para restringir los abusos, ni la aprobación de leyes que castiguen los delitos, consigan evitar el expolio. Porque hay quien está cobrando la entrada para asistir al espectáculo y se está eximiendo de pagar los sueldos de los trabajadores. Escandaloso. Después de años de lucha obrera resulta que permitimos que este jefe se apropie, no sólo de la plusvalía del beneficio del trabajo, sino también de la posibilidad de seguir generando riqueza. El trabajador reclama su sustento como condición indefectible para seguir generando el fruto de su trabajo. Es imprescindible para la vida, para generar más cultura y para generar la riqueza que de ahí se desprende. De muchas formas, en forma de obras para el deleite, pero también en forma de facturas con IVA, de bajas por maternidad, del pago del alquiler, de contratos con afiliación a la seguridad social.



Me lo imagino, a este señor jefe, en pie mirando al horizonte desde la terraza de su casoplón seguro de que cada día la lista de beneficios engrosa y su poder aumenta. Es el dueño de un negocio impecable, prácticamente no requiere ningún tipo de inversión y los beneficios son limpios. Enhorabuena. Vende un producto que no existe, invisible, pero tan deseable que nadie osa cuestionar su carestía: instala internet y cobra una cuota por acceder al servicio. Aunque en realidad lo único por lo que pagas es por disponer de un servicio que él tiene secuestrado. El señor que mira desde la azotea tiene motivos para estar contento, recibe millones por cuotas mensuales de individuos que, además de pagar satisfactoriamente, se sienten orgullosos de tener acceso al club por el que este señor cobra la entrada, son usuarios. Y sin apenas costes.



Pues a mí no me parecen nada baratas las tarifas que cobran las empresas proveedoras de los servicios de internet. La instalación ya está hecha, es la misma que ya se usa para el teléfono. No aportan el aparato difusor como en el caso del teléfono móvil, aquí el ordenador va por cuenta del usuario. Y el contenido a transmitir es el fruto del trabajo de otros a los que ni siquiera contratan, ni en los que reinvierten los beneficios obtenidos, tampoco facturan por el producto, con lo que no hay cobro de impuestos ni aportación al fondo de pensiones. Me temo que por lo único que se paga es por la instalación de una clave de acceso restringido, la misma que impide compartir el servicio con los vecinos. Y en este caso no creo que sea prepotencia oponerme a semejante desfachatez, no se puede respetar tal robo, lo que pago lo comparto con quien yo decido.



Aquí reivindico mi derecho al intercambio con mis vecinos. Es hacer ciudad y es generar cultura. Los ayuntamientos lo saben y por este motivo instalan wifi en las plazas públicas, pero también por eso deben pagar. No pagan sólo los cafés que instalan la red inalámbrica, paga también todo aquel que se atreva a plantearse disponer del servicio de la seguridad habilitada. ¿Y exactamente qué obtiene a cambio? Porque lo que internet proporciona lo aportan los usuarios, aquellos que cuelgan los contenidos, en ocasiones se trata de empresas distribuidoras que también se enriquecen con el trabajo ajeno, páginas de descargas que viven de emitir publicidad. Incluso hay otras empresas que viven de cuantificar los usuarios que acceden a cada página y de poner precio a la emisión de publicidad en esos sitios web. A lo mejor entre el señor de la azotea y estas empresas subsidiarias sí existe intercambio, y puede que ese sea el motivo por el cual se ha impuesto esta ley del silencio con respecto a ellos y su invisibilidad. Sí, puede que exista una conspiración, se deduce del hecho de que algunas páginas remitan en sus enlaces a otras cargadas de publicidad y a las cuales se accede sin previo aviso. Te encuentras de repente en lugares llenos de publicidad sin que nadie te avisara de que ibas a recibir información sobre la seductora empresa del señor de la terraza o de cualquier otra que ofrece según que servicios. Y cuando has entrado ya estás en la lista de aquella otra empresa que contabilizaba el acceso a las páginas para establecer las cuotas de emisión de publicidad.



Es mucho más que un robo. Es usurpación, es apropiarse de la dignidad y del empleo de otro. Es un delito y necesitamos la tecnología que limite este expolio, también necesitamos leyes que deslegitimen tal injusticia, pero sobre todo necesitamos impedirlo, nadie tiene derecho a disponer de lo que a otro pertenece y no deberíamos perdonarlo tan fácilmente. Los trabajadores de la cultura, quienes ante todo somos ciudadanos, reclamamos para nosotros nuestro sueldo por el trabajo realizado y, para la comunidad, la retribución por la usurpación de la que está siendo víctima. Cada vez menos jóvenes se pueden permitir el acceso a la cultura como profesión, es la consecuencia visible ya de la usurpación, una usurpación que nos obliga a desprendernos a todos del fruto de su trabajo, tan necesario. Puede que sepamos o no a quienes interesa que esto ocurra, pero lo que sabemos es a quienes no interesa. Y no es sólo a los que hoy nos dedicamos profesionalmente a la cultura.




Sonia Capilla, vestuarista